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Por Elvira Cuadra Lira
Una de las instituciones con mayor credibilidad y confianza ciudadana en Nicaragua, hasta hace relativamente poco tiempo, era la Policía Nacional.
Diferentes y sistemáticas encuestas de opinión realizadas en el país por más de una década dan cuenta de los altos porcentajes de aprobación ciudadana con los que contaba la institución; sin embargo, durante los últimos años y, especialmente, desde 2018, la imagen de la Policía entre la ciudadanía se transformó drásticamente a causa de su participación en las acciones de represión y violencia desatadas por el régimen Ortega-Murillo en contra de las protestas de esos años.
Este ensayo describe, de manera sucinta, el proceso de desarrollo de la institución durante tres décadas y cómo se transformó de una institución con gran reconocimiento nacional e internacional, a un aparato de represión política. Asimismo, aborda varios momentos institucionales relevantes y los cambios que significaron en su momento para el período 1990 – 2020.
Transición, conflictos y dilema de identidad: 1990 – 1991
La transición política que se abrió en Nicaragua en 1990, cuando Violeta Barrios de Chamorro ganó las elecciones realizadas en febrero de ese año, sorprendieron a la Policía igual que a todas las instituciones y la ciudadanía en Nicaragua. Además de lidiar con la incertidumbre política respecto a la permanencia de la institución una vez que Chamorro asumiera la presidencia[fn]Esa duda quedó relativamente despejada pocas semanas después cuando se firmó entre el Gobierno saliente y el entrante, el acuerdo conocido como “Protocolo de Transición” que estableció la permanencia del Ejército y la Policía.[/fn], unos cuantos meses después del traspaso de Gobierno, la Policía se enfrentó a una ola de movilizaciones y conflictos sociales que se extendieron por todo el país, al menos durante los siguientes seis años (Cuadra, 1995; Cuadra Lira, 1998).
La institución policial no estaba operativa ni políticamente preparada para enfrentar ese tipo de situaciones y, en muchas ocasiones, fue rebasada en sus capacidades, especialmente del año 1991 en adelante, cuando a las extendidas movilizaciones sociales, se agregó un ciclo de rearme de excombatientes que involucró acciones armadas en diferentes lugares del país. A pesar de que entre los Gobiernos saliente y entrante se había firmado el Protocolo de Transición que aseguraba la permanencia de la Policía, la institución estaba cruzada por varias tensiones fuertes. Una de ellas eran los conflictos con las autoridades civiles del Ministerio de Gobernación, pues una parte de la jefatura policial se rehusaba a reconocer sus facultades de decisión sobre la institución, pero, además, porque consideraban que estaban influenciadas por el Gobierno de Estados Unidos y otros actores políticos de la transición que deseaban tomar el control o desaparecer a la Policía para crear una nueva fuerza con los combatientes de la Resistencia Nicaragüense (RN).
A lo interno de la Policía, también había tensiones muy fuertes que en cierto momento llegaron a dividir a la jefatura debido a las diferentes opiniones que había sobre la forma en que la institución debía responder a los conflictos de la transición, si debía usar métodos represivos o de fuerza con los manifestantes que, en su mayoría, eran simpatizantes del anterior Gobierno sandinista. Estas tensiones se relacionaban también con otras, respecto a sus lealtades políticas, pues la Policía nació como una institución a la sombra de la revolución sandinista en 1979, la mayoría de sus oficiales eran miembros activos del partido FSLN y tenían en sus antecedentes algún tipo de participación en las acciones para el derrocamiento de la dictadura de los Somoza, de tal manera que no se sentían comprometidos con el Gobierno de Violeta Chamorro ni con el proyecto político democrático liberal que estaba en curso en el país.
A estas tensiones, se agregaron las que produjo una ciudadanía extrañada por las actuaciones de la Policía frente a los conflictos sociales, porque estaban utilizando técnicas y equipos antidisturbios. Los más extrañados eran los simpatizantes sandinistas que veían al aparato policial plegado al Gobierno y reprimiendo a los ciudadanos.
Las tensiones y el dilema de identidad de la Policía se mantuvieron hasta 1992, cuando la institución tomó un nuevo rumbo a partir de un conjunto de decisiones internas.
Primera etapa de profesionalización: 1992 – 1996
En 1992, se efectuaron una serie de cambios y se tomaron un conjunto de decisiones institucionales que le dieron un nuevo rumbo y sentido a la Policía. En primer lugar, se produjo un cambio en la jefatura, de manera que el director de esa época, René Vivas, fue sustituido por Fernando Caldera. Vivas pasó a retiro y junto con él, un grupo de oficiales de la jefatura.
La nueva jefatura de la Policía decidió emprender un proceso de profesionalización de la institución a partir de la promulgación del Decreto Ejecutivo 45-92 que definió la naturaleza civil, apolítica, apartidista y no deliberante de la institución; pero, además, incluyó el cambio de nombre y de uniforme, de manera que la anterior Policía Sandinista pasó a llamarse Policía Nacional.
El cambio no era cosmético, en realidad representaba la decisión de la jefatura y del Gobierno de dar vida a una institución de carácter nacional, apegada a las leyes y al servicio de la ciudadanía. La jefatura policial también tomó la decisión de romper sus vínculos políticos con el partido de la época de la revolución, el FSLN. Esto terminó de resolver el dilema interno y se reafirmó el carácter de la Policía como una institución estatal de carácter nacional.
El proceso de profesionalización abarcó al menos tres aspectos críticos: a) la creación de un marco jurídico normativo institucional adecuado a las condiciones de la transición política; b) la revisión y reorganización de estructuras internas para responder a las misiones y condiciones del contexto; y c) la reconstitución de la imagen y la legitimidad de la institución entre la ciudadanía.
La revisión y reorganización de las estructuras internas incluyó la creación de nuevas especialidades nacionales y unidades policiales como “Seguridad pública” y las unidades antidisturbios; además, se efectuó un cambio en el escalafón de rangos y cargos para que correspondiera con otros cuerpos policiales homólogos en el resto del mundo, pero sobre todo que se basara en criterios técnicos de formación y experiencia en vez de los criterios previos relacionados con la participación política de los oficiales.
La recomposición de la imagen y legitimidad de la Policía frente a la población se efectuó a través de la reactivación de la relación policía-comunidad, una práctica que ya existía desde la década de los 80 y que se reformuló en función de prevenir los delitos de orden común, pero, además, para acercar la institución a la ciudadanía.
El momento más importante de esta etapa tuvo lugar cuando se aprobó la Ley de la Policía Nacional, conocida también como Ley 228, en 1996, pues marcó la pauta jurídica de una nueva institucionalidad para la Policía.
Segunda etapa de profesionalización: 1997 – 2006
Durante la segunda etapa de profesionalización, la Policía se enfocó en fortalecer sus capacidades internas, mejorar su desempeño y fortalecer su relación con la ciudadanía. Para eso, se realizaron varias reorganizaciones internas y la creación de nuevas especialidades policiales como la Dirección de Armas, Explosivos y Municiones (DAEM), la Dirección de Operaciones Especiales (DOEP), la Dirección de Asuntos Juveniles, las Comisarías de la Mujer y la Dirección de Auxilio Judicial (DAJ), entre otras. También se avanzó en la actualización y reorganización de los servicios policiales a la ciudadanía como la automatización del registro vehicular, las licencias de conducir y otros más.
En ese período, también se reabrió la Academia de Policía Walter Mendoza y definieron nuevos programas de formación a todos los niveles. Junto a la reapertura de la Academia, se comenzó a implementar una política de reclutamiento para jóvenes que quisieran integrarse a la Policía; se redefinieron los parámetros y requisitos de ingreso, elevándolos para seleccionar jóvenes que realmente le dieran un nuevo perfil a la institución. También, se organizaron programas de formación y actualización para oficiales a diferentes niveles, incluida la jefatura.
La carrera policial comenzó a funcionar de acuerdo con lo establecido en la ley y en las normativas internas de la institución; de manera que los ascensos, promociones y retiros se realizaban de acuerdo con criterios claramente definidos, incluso en la jefatura. Eso permitió la rotación y el recambio ordenado en los diferentes niveles del escalafón policial. Otro aspecto que se desarrolló fue la formulación de planes estratégicos que orientaran las acciones y la gestión de recursos con una perspectiva de futuro.
La relación policía-comunidad también sufrió modificaciones en este período, a fin de acercar la institución policial a la población. Se crearon los comités de prevención del delito en barrios y comunidades. Además, la Policía también construyó una cantidad importante de vínculos con diversas organizaciones sociales, especialmente ONG, que colaboraban con la institución en diversas áreas como la prevención de la violencia contra las mujeres y la niñez, atención a jóvenes en situación de riesgo y otras similares.
El inicio de la involución: 2007 – 2013
El año 2007 es un parteaguas en el desarrollo institucional de la Policía porque marca un momento en el que se inicia un proceso de involución que tiene dos períodos: entre 2007-2013 y entre 2018-2020. Ese proceso de involución la ha llevado de ser una institución con un gran reconocimiento nacional e internacional a convertirse en un aparato de represión señalado de cometer crímenes de lesa humanidad en contra de la ciudadanía.
La primera fase de involución inició con el regreso de Daniel Ortega a la presidencia en enero de 2007. El mismo día de la toma de posesión, Ortega les recordó al Ejército y a la Policía sus orígenes partidarios sandinistas, reclamándoles lealtad. Poco después, envió a la Asamblea Nacional una iniciativa para reformar la Ley de organización, competencia y procedimientos del Poder Ejecutivo (Ley 290). La ley fue reformada, aunque no en los términos que esperaba Ortega, pero sentó las bases para facilitar su intervención en los asuntos de la institución policial de manera discrecional y facilitó la cooptación de la jefatura para responder a los intereses de Ortega.
Durante todo 2007, Ortega intentó legalizar nuevas formas de organización social paraestatal a las que denominó Consejos del Poder Ciudadano (CPC), sin embargo, encontró una fuerte oposición de la Asamblea Nacional y la Corte Suprema de Justicia, de tal manera que decidió imponerlos, fue así como en noviembre de ese año los presentó públicamente como contrapartes de la Policía para la seguridad ciudadana y la prevención comunitaria de los delitos (Montenegro y Solís, 2012). Ese fue el inicio de la creación de una estructura de coordinación paralela que, poco tiempo después, dio vida a una red de dispositivos de represión y vigilancia política (Cuadra, 2018).
Por orientaciones del Ejecutivo, rápidamente los CPC sustituyeron a las organizaciones sociales y ONG que colaboraron con la Policía en las décadas anteriores; además de que se cerraron importantes espacios de coordinación y colaboración existentes para la atención de diversas situaciones de riesgo, especialmente relacionadas con la violencia hacia las mujeres, niñez y adolescencia, prevención del consumo de drogas, actividades de convivencia ciudadana o prevención de accidentes de tránsito. Los CPC se establecieron, además, como órganos de vigilancia y control político en barrios y comunidades, levantando información sobre actividades o personas consideradas opositoras al Gobierno y trasladando esa información a oficiales de policía.
Ortega, con la complicidad de la Policía, promovió la conformación de grupos simpatizantes del Gobierno conocidos como “grupos de choque” que, desde 2008, salieron a las calles para agredir a ciudadanos que protestaban en contra del Gobierno por diversas situaciones, pero especialmente durante las campañas electorales o cuando se hacían reclamos reivindicativos por políticas públicas específicas. Ortega también organizó un grupo de seguidores muy cercanos y leales a los que la gente comenzó a llamar “camisas azules” por el color de su ropa cuando aparecían en público.
Los “camisas azules” eran un grupo selecto, cuyo principal objetivo era proteger al mismo Ortega cuando aparecía en público; acostumbraban a aparecer armados en público y tenían tanta o más autoridad que los cuerpos de protección de personalidades de la misma Policía. Como se sabe, estos grupos, junto con los CPC, se convirtieron en colaboradores y corresponsables junto con la Policía de las violaciones de derechos humanos cometidas desde la insurrección cívica de abril de 2018 hasta la fecha.
En el ámbito institucional, Ortega ejecutó un proceso de cooptación de los mandos de la jefatura e intermedios de la institución, pervirtiendo la carrera policial al adelantar ascensos y promociones fuera de tiempo o de los méritos establecidos y que estaban vigentes desde hacía más de una década. También, dejó abierto el espacio para que oficiales de alto rango participaran en actividades económicas y negocios oscuros sin supervisión o sanciones de ninguna clase, aun cuando estos negocios resultaron vinculados con células u operaciones del crimen organizado transnacional. Otro grupo de oficiales se vinculó con lucrativos negocios, aprovechando sus influencias y la permisividad que les otorgó Ortega.
Contraviniendo la ley vigente en ese momento y la tradición que se había mantenido en la institución durante casi dos décadas, en 2011, Ortega decidió mantener a la directora de la Policía, Aminta Granera, durante un período más a cargo de la institución. Ya para ese entonces, numerosos oficiales se mostraban en diferentes actividades públicas abiertamente comprometidos con el partido del Gobierno, el FSLN.
En esos años, comenzaron a incrementarse las denuncias en contra de la Policía por abuso de autoridad, uso desproporcionado de la fuerza y violaciones a los derechos humanos. Las actuaciones de la Policía eran pendulares en tanto se comportaban con total complacencia respecto a grupos simpatizantes del Gobierno, mientras que actuaba de manera represiva frente a grupos de protestantes, tal como sucedió en 2008 cuando se produjeron numerosas y masivas protestas en diferentes lugares del país por las irregularidades en las elecciones municipales de ese año; en 2011, el día de las elecciones presidenciales de ese año, ocurrió la masacre de El Carrizo en la que un grupo de militantes sandinistas y oficiales de la Policía asesinaron a varios integrantes de una familia opositora en la zona norte del país.
En 2013, ocurrió el incidente de violencia política conocido como OcupaInss, cuando una organización de jubilados de la tercera edad ocupó el edificio principal de la seguridad social en la capital durante varios días; los jubilados recibieron apoyo de numerosos jóvenes que se presentaron al lugar resguardado por la Policía, pero en la madrugada del 23 de junio fueron atacados por simpatizantes del Gobierno que los golpearon, les robaron y desalojaron a los ancianos por la fuerza a vista y paciencia de la Policía (Miranda y Enríquez, 2013).
En este período, aunque de manera tímida, Ortega comenzó a modificar el marco jurídico de la institución policial con la aprobación de la Ley de Seguridad Democrática (Ley 750), en 2010. Sin embargo, los cambios normativos más importantes transcurrieron entre 2014 y 2015, como se verá en el siguiente apartado.
Subordinación política plena: 2014 – 2017
Entre los años 2014 y 2017, el proceso de subordinación de la Policía, respecto a Ortega, avanzó de manera más acelerada y marcó un punto de no retorno para la institución. La aprobación de la Ley de organización, funciones, carrera y régimen especial de seguridad social de la Policía Nacional (Ley 872), que sustituyó a la Ley 228, puso en evidencia esa subordinación. Esa ley, vigente en la actualidad, modificó aspectos cruciales de la institucionalidad, entre ellas (Cuadra Lira, 2014):
- La subordinación institucional directa a Daniel Ortega como presidente.
- La eliminación de los mecanismos de control civil cruzados de parte de otras instituciones y poderes del Estado, relación directa entre la jefatura de la policía y Ortega como presidente.
- Otorgamiento de autonomía e independencia de la Policía respecto al Ministerio de Gobernación.
- Oportunidad para que el Instituto de Seguridad Social y Desarrollo Humano (ISSDHU) cree empresas y patrimonio propio a nombre de la institución.
- La permanencia o continuidad del director o directora de la Policía en el cargo, a criterio del presidente.
- Incorporación de oficiales en retiro a tareas de orden civil en instituciones públicas.
Para completar el marco normativo que reconfiguró a la Policía, en 2015 se aprobó la Ley de Seguridad Soberana que claramente criminalizaba a los ciudadanos que intentaran ejercer su derecho a protestar o manifestarse públicamente. En 2016, Ortega decidió prorrogar a Aminta Granera como directora de la Policía durante un tercer período, esta vez un nombramiento revestido de legalidad con la ley recientemente aprobada. Además, Ortega incrementó su control sobre la institución policial nombrando a su consuegro, Francisco Díaz, como subdirector.
En la medida en que la institucionalidad de la Policía iba cambiando para convertirse en un aparato de represión al servicio de Daniel Ortega y su familia, el país experimentaba un incremento de la violencia política y los conflictos sociales, principalmente en las zonas rurales (Cuadra Lira, 2018). Algunos de los conflictos se generaron en torno a las protestas organizadas por el Movimiento Campesino de Nicaragua que se oponía a la construcción de un canal interoceánico en la franja sur de Nicaragua, a raíz de la concesión otorgada por el Gobierno a una oscura compañía china. Las protestas emergieron desde 2013 y se incrementaron a partir de 2014 cuando se conformó el Consejo por la Defensa la Tierra, Lagos y Soberanía, una organización campesina autoconvocada.
Otro foco de conflictos y protestas sociales se creó alrededor de las concesiones para explotar yacimientos mineros en distintas localidades del país, especialmente en la zona central, occidente y el norte. Las protestas fueron organizadas por pobladores y mineros a lo largo de varios años. La zona del Caribe norte también experimentó conflictos a causa de la ocupación violenta de las tierras, propiedad de las comunidades indígenas por parte de campesinos y latifundistas.
En algunos centros urbanos, particularmente Managua, se produjeron incidentes de violencia política cuando diversos grupos de ciudadanos salieron a las calles a protestar contra el Gobierno y reclamar procesos electorales transparentes en los años 2015, 2016 y 2017. Durante todo el período, se incrementaron los abusos y violaciones a derechos humanos de ciudadanos y la actuación de la Policía cambió, pasando de no hacer nada a ejecutar acciones de represión abierta contra quienes identificaban como desafectos u opositores el régimen. Este nuevo comportamiento represivo y violento se acentuó en las zonas rurales, como sucedió con las marchas campesinas en contra del canal interoceánico o bien durante las campañas electorales de 2016 y 2017.
El incremento de las violaciones a los derechos humanos, el abuso y la brutalidad policial comenzaron a modificar la confianza y opinión que la población tenía respecto a la institución; especialmente, cuando se conocieron casos como la masacre de Las Jagüitas (Olivares, 2015), el asesinato de una niña cuando la policía pretendía detener a su padre en un municipio rural (Vásquez, 2017), las secuelas a causa de la paliza y negligencia policial en contra del campesino Juan Lanzas y el asesinato de dos menores de edad en un operativo conjunto entre policía y ejército (Tórrez, 2017).
Un aparato represivo criminal: 2018 – 2020
La ola masiva de protestas que inició en abril de 2018 abrió una profunda crisis política que se mantiene hasta la actualidad. En ese contexto, la Policía ha jugado uno de los papeles más críticos, pues ha sido la principal responsable de ejecutar la política de represión que el régimen decidió implementar para contener y eliminar las protestas. Junto con ella han actuado también los grupos de choque y los paramilitares organizados por el mismo régimen. Desde el inicio, Ortega ordenó usar fuerza letal en contra de los manifestantes y a los pocos días de iniciadas las protestas, la cantidad de personas asesinadas por la Policía y grupos paramilitares ya era alta. Eso provocó que las protestas se intensificaran y se volvieran multitudinarias, prácticamente en todo el país, rebasando rápidamente las capacidades de la Policía.
Las acciones de represión se han ejecutado por fuerzas combinadas de la Policía, los grupos de choque y grupos paramilitares del régimen. Se han utilizado armas de guerra y la represión, en su fase más crítica, se organizó como un conjunto de operaciones militares que elevó la cantidad de personas asesinadas a más de 300 en un período de 6 meses durante 2018, pero, además, tuvo como consecuencia una cantidad todavía no cuantificada de heridos, más de 70,000 personas exiliadas y más de 600 apresadas de forma arbitraria, muchas de ellas torturadas y víctimas de malos tratos.
Diferentes organismos nacionales e internacionales de derechos humanos han constatado estas violaciones a los derechos humanos y las han calificado como crímenes de lesa humanidad (CIDH, 2018; OACNUDH, 2018; GIEI Nicaragua, 2018). Desde abril de 2018 hasta los primeros meses de 2020, las acciones de represión han transitado por nueve fases diferentes, cada una con objetivos y acciones específicas, dirigidas a eliminar todas las expresiones de protesta ciudadana y aplastar al movimiento cívico que nació en 2018 (Cuadra Lira, 2020).
Para asegurar la total subordinación de la Policía y evitar actos masivos de deserción o amotinamientos, en 2018, Ortega decidió sustituir a Aminta Granera como directora y nombró en el cargo a su consuegro Francisco Díaz. También hizo nombramientos y efectuó ascensos como premios a un número determinado de oficiales de la jefatura y del nivel intermedio por su participación en las acciones de represión en contra de la población.
Las actuaciones de la Policía durante este período han sido tan graves que le han merecido el rechazo de la comunidad internacional en general, y sanciones a varios de sus integrantes de parte del Gobierno de Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea y Suiza. Las sanciones de mayor impacto son las impuestas por Estados Unidos e incluyen a 5 oficiales, entre ellos, el director Francisco Díaz; uno de los subdirectores, Ramón Avellán; tres oficiales más de nivel intermedio y la institución como tal.
CONCLUSIONES
Durante las últimas tres décadas, la Policía de Nicaragua ha transitado por varios momentos institucionales que, al final, la llevaron a transformarse de una institución con un gran prestigio y reconocimiento nacional e internacional a un aparato de represión, violador de los derechos humanos y al margen de la ley.
Eso le ha valido el repudio ciudadano y el rechazo de la comunidad internacional, así como la aplicación de sanciones de parte de diferentes Estados, entre ellos Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea y Suiza.
Ese proceso de perversión y desnaturalización coloca a la Policía en una situación irreversible, en tanto perdió completamente la legitimidad y la confianza ciudadana, y vuelve indispensable la necesidad de efectuar una reforma profunda de la institución durante un eventual proceso de transición democrática. Las experiencias de reforma policial en otros países de la región centroamericana y Latinoamérica ofrecen lecciones que pueden ser tomadas como referencia; sin embargo, es necesario diseñar un proceso propio en Nicaragua, que responda a las demandas de la sociedad, al clamor de justicia para las víctimas y sus familiares; que permita esclarecer la verdad y sancionar a los responsables de cometer violaciones a los derechos humanos, y que asegure la no repetición de estas actuaciones.
El devenir de la crisis que vive Nicaragua convierte en un reto de primer orden la formulación de una propuesta de reforma policial porque no debe enfocarse solamente en esa institución, sino también en todo el sector seguridad y justicia. La sociedad nicaragüense se debate entre dos posiciones: los que plantean la refundación de la Policía, considerando su nivel de involucramiento y responsabilidad en los crímenes de lesa humanidad; y quienes plantean un proceso de reforma gradual. En su informe, el GIEI (2018) recomienda un conjunto de medidas básicas que se pueden tomar como referencia, entre ellas:
Depurar la institución policial, separando a aquellos mandos o agentes que participaron en actos de violación a los derechos humanos. Esta separación deberá hacerse luego de una investigación administrativa exhaustiva a fin de deslindar responsabilidades y evitar represalias e independiente de las investigaciones penales correspondientes. Para garantizar la transparencia de esta tarea podrían designarse veedores de la sociedad civil.
Revisar el marco jurídico normativo de la institución, simultáneamente al proceso sugerido, a fin de asegurar la garantía de no repetición, considerando: restablecer el retiro obligado del director o directora de la Policía Nacional cada cinco años, una vez que haya cumplido su período; incorporar mecanismos de supervisión y control civiles, externos a la institución; reglamentar la Ley 872, conforme pautas profesionales y respetuosas de los derechos humanos; implementar una carrera policial a fin de garantizar el ingreso y ascenso por méritos y la profesionalización policial; eliminar la figura de los policías voluntarios; trasladar los programas de recuperación de jóvenes a otras instancias de Gobierno por fuera de la policía; revisar las normativas internas y procedimientos administrativos que regulan la actuación de los agentes.
Reformar el artículo 231, párrafo tercero, del Código Procesal Penal para que toda privación de libertad sea autorizada por una juez, eliminando la posibilidad de que se realicen detenciones con orden policial” (GIEI Nicaragua, 2018, págs. 353-354).
El desafío más grande está planteado para los actores políticos de la transición que está a las puertas de abrirse en Nicaragua, especialmente para los líderes del movimiento cívico. La ruta todavía no está delineada y es una de las tareas más importantes para asegurar que la transición sea democrática y que este tipo de situaciones no se repitan nuevamente.
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