Por César Eduardo Santos/Expediente Abierto
Durante la Convención Nacional Demócrata, celebrada en Chicago el 20 de agosto, importantes voces en el partido reconocieron el legado de Joe Biden tras su salida de la carrera presidencial. Hillary Clinton celebró al 46° mandatario como un “campeón de la democracia, en casa y en el extranjero”. Por su parte, Bernie Sanders lo catalogó como el “presidente más progresista que ha tenido Estados Unidos desde Franklin Delano Roosevelt”.
Desde que Biden cedió el puesto a Kamala Harris para las elecciones de noviembre, medios y analistas comenzaron a hacer balance sobre su mandato a nivel doméstico y, quizá con mayor eco, a nivel internacional. Más allá del debate sobre gestión económica –signada por el Inflation Reduction Act– o la existencia de una “doctrina Biden” en política exterior, al aún presidente suele reconocérsele la capacidad para reposicionar el liderazgo de los Estados Unidos en la arena global.
Un artículo reciente de Foreign Affairs, a cargo de Jessica T. Mathews, explora con detalle la relevancia de las decisiones internacionales de Biden, y las consecuencias que seguramente tendrán para la política exterior de quien le suceda, sea este Trump o Harris. Según Mathews, mediante la coordinación de la asistencia a Ucrania, la ampliación de la OTAN y la configuración de alianzas estratégicas en el Asia-Pacífico, Biden logró revertir el aislamiento internacional que su antecesor había inducido en los Estados Unidos.
Asimismo, mientras que Mathews señala algunas falencias en la política exterior del presidente demócrata –como la dificultad para concertar una agenda global contra la proliferación de armas nucleares, pasa por alto el papel de la administración Biden en América Latina. Esta ausencia puede comprenderse, entre otras cosas, debido al rol secundario que adquirió la región en los intereses norteamericanos, después de los acontecimientos bélicos en Ucrania y la inestabilidad creciente en Oriente Medio.
Si bien el Gobierno de Biden, mediante la Oficina de Asuntos del Hemisferio Occidental, estuvo particularmente activo en las negociaciones con el chavismo para la realización de elecciones libres y justas en Venezuela, mucho de su compromiso con América Latina ocurrió fuera de los cuerpos diplomáticos convencionales. Laura Tedesco y Rut Diamint han señalado acertadamente que, en varios casos, la presencia norteamericana en la región quedó en manos de la comandante Laura Richardson del Comando Sur.
Desde Argentina y Colombia hasta Centroamérica, Richardson se convirtió en una suerte de “emisaria”, destinada a advertir sobre los riesgos de la presencia china en la región y a reforzar la cooperación en asuntos de seguridad, humanitarios y migratorios. Entre 2020 y 2021, por ejemplo, el Comando Sur entregó equipo médico y hospitales de campaña en El Salvador y Costa Rica, respectivamente. Durante el último año, Richardson también se reunió con Rodrigo Chaves y el ministro de seguridad panameño, Juan Manuel Pino, para entablar, con cada uno, diálogos de alto nivel sobre migración, narcotráfico y otras “amenazas transnacionales”.
Defender la democracia
Es incontestable que el Comando Sur ha aumentado su presencia en América Latina para promover la cooperación con Estados Unidos, y que el país norteamericano “ha relegado gran parte de su relación con la región a [esta] institución militar”, según apuntan Tedesco y Diamint. En Centroamérica, no obstante, la administración Biden ha intervenido de manera más directa a raíz de acontecimientos como la crisis postelectoral en Guatemala o las elecciones fraudulentas de 2021 en Nicaragua.
El respaldo a las fuerzas democráticas nicaragüenses y guatemaltecas, así como la respuesta del Gobierno norteamericano a la subversión del orden constitucional en ambos países, reflejan un enfoque de política exterior fundado en los valores del orden liberal internacional. Este hecho es consonante con la división que Biden ha realizado, en su discurso, entre democracias y autocracias globales, desde la cual se explican otras decisiones más visibles como el apoyo militar a Ucrania, las sanciones a Rusia o el endurecimiento de la política hacia China.
Cuando en noviembre de 2021 Daniel Ortega se declaró ganador de las elecciones presidenciales en Nicaragua –cuyo proceso estuvo viciado por una persecución implacable de liderazgos opositores, prensa independiente y sociedad civil, Biden desconoció rápidamente los resultados, calificándolos de “pantomima electoral”. Frente a este acontecimiento, el Gobierno norteamericano emprendió una serie de medidas internacionales que combinaron sanciones y diplomacia, como señala un informe de Expediente Abierto.
Por un lado, la administración Biden presentó al Congreso de los EE. UU. la así llamada Ley RENACER, aprobada el 10 de noviembre de 2021, unos días después de las elecciones. Entre otras cosas, esta legislación permitió revisar el estatus de Nicaragua en el DR-CAFTA, redirigir el financiamiento de instituciones internacionales en el país centroamericano e “implementar sanciones de visa” a los Ortega-Murillo y sus aliados. Por otra parte, en febrero de 2023, el Departamento de Estado desplegó la operación Nica Welcome, destinada a facilitar el arribo a Washington de 222 presos políticos nicaragüenses en el célebre “vuelo de la libertad”.
El Gobierno estadounidense optó también por la presión internacional y el apoyo diplomático a Bernardo Arévalo, después de que varios actores, al interior de Guatemala, quisieran sabotear el triunfo del Movimiento Semilla en las elecciones presidenciales de 2023. Previo a la realización de los comicios, la administración Biden colaboró con fondos para que la misión de observación electoral de la OEA se instalara exitosamente en el país centroamericano. De igual modo, en octubre de 2023, impidió la entrada a suelo norteamericano de funcionarios y otros actores acusados de “socavar la democracia y tratar de impedir la transición del poder a Arévalo”.
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Cuentas pendientes
Pese a la actitud incisiva del Gobierno estadounidense en Guatemala y Nicaragua, la contestación a la deriva antidemocrática de Nayib Bukele en El Salvador ha estado lejos de lo esperado. Es verdad que la administración Biden emprendió medidas concretas cuando, por ejemplo, Bukele capturó la Corte Suprema. En esa ocasión, los recursos de USAID, entonces destinados a las instituciones del Estado salvadoreño, se trasladaron a Organizaciones de la Sociedad Civil. Lo mismo cuando varios funcionarios cercanos al líder de Nuevas Ideas fueron incluidos en la Lista Engel, debido a sus vínculos con las pandillas salvadoreñas.
No obstante, frente a la reelección de Bukele en febrero de este año, amparada en una resolución inconstitucional del Poder Judicial, Biden y sus colaboradores se mostraron, cuando menos, indulgentes. Al respecto, Brian A. Nicholson, secretario adjunto para asuntos del Hemisferio Occidental, expresó que “la decisión de permitir la reelección y quién va a ser el candidato preferido por parte de los salvadoreños es un tema para los salvadoreños”. De igual forma, Antony Blinken, secretario de Estado, felicitó al presidente centroamericano por el triunfo electoral.
Bukele mantiene altos niveles de popularidad dentro y fuera de El Salvador. Las elecciones de febrero reflejan, seguramente, la voluntad de los ciudadanos salvadoreños –quienes otorgaron alrededor del 80% de los votos a Nuevas Ideas. Esto no justifica, sin embargo, la actitud de normalidad que adoptó el Gobierno norteamericano frente a la reelección inconstitucional y otras ilegalidades durante el proceso. Biden sabe muy bien que la democracia consiste no solo en el respaldo mayoritario, sino también en el respeto por las minorías, los contrapesos institucionales y la autonomía de los poderes públicos. Su política exterior a lo largo de cuatro años, así como su gestión interna y su extensa trayectoria política, lo demuestran.