Por Expediente Abierto
A pesar de no ser una zona de guerra, la región centroamericana es una de las más inseguras del mundo. Sus altos índices de violencia y criminalidad, así como la poca confianza de sus ciudadanos en los aparatos estatales de seguridad y justicia son un reflejo de esta realidad. Pese a la mejoraría de algunos indicadores en años recientes, la situación regional continúa siendo crítica y las dudas sobre la sostenibilidad de estos avances permanecen sobre la mesa.
La mayoría de los países de la región experimentan una situación de violencia endémica, a criterio de la Organización Mundial de la Salud (OMS), al superar el umbral de 10 homicidios por cada 100,000 habitantes. Según datos de InSight Crime, en 2023, Honduras registró una tasa de 31.1 homicidios, ubicándose como la nación más violenta del istmo.
A distancia considerable, le siguieron Costa Rica con 17.2, Guatemala con 16.7 y Panamá con 11.5. Nicaragua y El Salvador, con tasas de 6.2 y 2.4 respectivamente, se ubicaron como las naciones menos violentas, aunque diversas voces ponen en duda la veracidad de estas cifras.
La violencia, un viejo problema en constante transformación
Los altos niveles de violencia que la región experimenta hunden profundamente sus raíces en su historia. No se trata de una problemática que se haya gestado hace pocas décadas, pese al agravamiento y la mutación más o menos reciente de algunas de sus expresiones, como podrían ser por ejemplo las actividades de las pandillas, la brutalidad de sus crímenes o la transnacionalización de sus operaciones.
La violencia en la región tiene antecedentes más hondos y complejos, relacionados con la conformación de los Estados centroamericanos, sus instituciones y cómo estas interactúan con la población:
En el pasado no muy remoto, esas instituciones -la Guardia Nacional, las policías de turno y los militares- existían para asegurarse de que los finqueros y los hacendados tuvieran suficiente mano de obra dócil y barata para producir café y para que los gobernantes en las capitales consumaran su interpretación del proyecto liberal de convertir estos países en grandes exportadores de café y otros productos agrícolas, a costa de los derechos fundamentales de la mayoría de la gente. (Extracto de artículo de José Miguel Cruz)
Esta interacción entre población y cuerpos de seguridad, especialmente en el caso de la policía, se ha caracterizado generalmente por ser vertical y conflictiva que por armoniosa y participativa, incluso a pesar de las reformas impulsadas en estos cuerpos y algunos cambios de enfoques que se han sucedido desde los noventa a fin de resaltar su carácter civil, como apunta un estudio del Banco Mundial.
También te podría interesar: Análisis de presupuestos de defensa y seguridad en Centroamérica: 2023.
Otro factor que frecuentemente se suele mencionar entre las razones tras la violencia en la región son los conflictos armados que tuvieron lugar en el siglo XX, con sus principales teatros de operaciones en Guatemala, El Salvador y Nicaragua. Estos países se vieron inmersos en guerras fratricidas que contribuyeron a debilitar sus tejidos sociales, “un componente del comportamiento que genera identidad, consenso y sentido de pertenencia, […] un activo individual y grupal cuya presencia da cuenta de una comunidad participativa, unida y coherente”.
El debilitamiento de dicho tejido provocó un aumento de la desconfianza y la atomización en estas poblaciones, dificultado sus posibilidades de articulación para enfrentar problemáticas colectivas como la violencia. Al mismo tiempo, esto favoreció al mantenimiento del status quo de los grupos de poder y sus intereses.
A partir de las transiciones democráticas que la mayoría de los países centroamericanos experimentaron en los noventa, estos grupos no solo mantuvieron un fuerte influjo sobre los militares y otros cuerpos de seguridad, sino que también comenzaron a incluir a los partidos políticos en sus esferas de influencia.
Esto ha obstaculizado la atención de las verdaderas necesidades sociales y ha sido terreno fértil para la corrupción y el debilitamiento del Estado de derecho, lo cual se ha visto mutuamente dinamizado por otros fenómenos como las actividades de las maras, que comienzan a extenderse en el triángulo norte en la misma década, y del narcotráfico y crimen organizado que, en lo que va del siglo XXI, conjuntamente han adquirido una connotación regional.
Una de cal y otra de arena
Desde 2011, según datos de la Oficina contra la Droga y el Delito de Naciones Unidas (UNODC, por sus siglas en inglés), los homicidios en la región han mostrado un comportamiento a la baja, pese algunos sobresaltos. No obstante, estos datos positivos deben ser sopesados con otros hechos que son razón de preocupación e incertidumbre.
En años recientes, Costa Rica, otrora país seguro, ha mostrado un deterioro en sus estadísticas. 2023 fue el año más violento de su historia reciente, influenciado por las actividades de pandillas y del narcotráfico. En cambio, El Salvador, reconocido por sus grotescos niveles de violencia ligados a las actividades de las maras (pandillas), ha reportado una importante reducción en los homicidios, tras una polémica implantación de un régimen de excepción desde marzo de 2022.
Tabla 1. Taza de homicidios en Centroamérica por cada 100 mil habitantes.
El Estado de excepción en El Salvador ha resultado, a julio de 2024, en más de 80 mil detenciones de supuestos criminales, muchos de los cuales esperan ser enjuiciados y solo poco más de 7 mil personas han sido liberadas por falta de pruebas. En tanto, más del 1% de la población salvadoreña continua en prisión.
La estrategia del gobierno salvadoreño de Nayib Bukele ha sido fuertemente criticada por diversas organizaciones y voces, pese al apoyo popular que esta tiene. Denuncias sistemáticas de violaciones de Derechos Humanos han sido frecuente presentadas y las dudas sobre la efectividad a largo plazo de las medidas implementadas se han mantenido sobre la mesa, pues se atacan a los efectos, más no a las causas tras los altos niveles de criminalidad que por años ha sufrido el país centroamericano.
“Apostarle a una estrategia de mano dura que pueda socavar el Estado de derecho, que me parece que es lo que está ocurriendo en El Salvador, constituye un problema que puede tener consecuencias muy grandes sobre la totalidad del sistema político”, expresó el expresidente Luis Guillermo Solís en una entrevista, en la que además se mostró preocupado ya que podría “lanzar a los países de la región a esquemas autoritarios, autocráticos e incluso a dictaduras”.
Pese a las preocupaciones asociadas a la estrategia de Bukele, el gobierno hondureño de Xiomara Castro ha intentado emularla, aunque con poco éxito. Información revisada por InSight Crime sugiere que los esfuerzos de las autoridades hondureñas por golpear las actividades de las padillas en centros urbanos estarían provocando que la violencia se extienda fuera de las zonas tradicionales de incidencia. Es más, incluso delitos como la extorsión habrían aumentado pese al Estado de excepción.
Una respuesta adecuada a la inseguridad que experimenta la región demanda una comprensión integral del fenómeno, que además de mitigarlo apunte a prevenirlo. Para ello se requiere adoptar un enfoque de intervención holístico, cuestionar críticamente las estrategias vigentes y pasadas, fortalecer las capacidades efectivas de los cuerpos de seguridad y sistemas penales de la región, así como su imagen ante la ciudadanía. También es vital una mayor cooperación regional para hacer frente a un fenómeno con aspectos que trascienden las fronteras nacionales.