Tres historias de un mismo infierno


Por: Elvira Cuadra Lira. Socióloga nicaragüense, investigadora de Expediente Abierto.

Tegucigalpa.- Mientras habla retuerce un pañuelito entre sus manos, se limpia la cara constantemente y en ciertos momentos, disimuladamente se seca alguna lágrima. Se trata de Cándida, así la llamaré por razones de seguridad. Es una mujer mayor, con un poco más de 60 años, está jubilada y sufre los achaques de la edad y los que le toca cargar por los largos y agotadores años como operaria en una fábrica de maquila. Las lágrimas que de vez en cuando se les escapan son por su hija, una maestra de escuela pública en Choloma que migró a España. Muchos en el vecindario piensan que se fue buscando mejor vida, pero la verdad es que se fue huyendo de las pandillas y de la violencia. ¿Por qué tuvo que huir de una pandilla?

Isabel, su hija, era una joven alegre y sociable. Decidió hacerse maestra y después de estudiar magisterio la ubicaron en la escuela pública en el barrio cercano a su casa, una zona pobre y medio abandonado de Choloma. Allí se dio cuenta que varias adolescentes de la escuela eran acosadas por jóvenes mareros. Las querían para ellos, sus novias, según decían. Las jóvenes tenían temor y por supuesto no querían aceptar las propuestas de noviazgo. Los mareros comenzaron a esperarlas a la salida del colegio, las seguían y las amenazaron con agredir o asesinar a sus familias si no aceptaban. Isabel decidió enfrentarlos. Un día les habló, les dijo que no molestaran, que las chicas no querían nada con ellos. Eso fue suficiente.

Una noche, mientras Cándida e Isabel descansaban en su casa luego de una larga jornada de trabajo, una lluvia de piedras cayó sobre el techo. Al día siguiente, los mareros le enviaron una nota a la escuela diciéndole que se cuidara y que no se metiera con ellos porque su familia iba a pagar las consecuencias. Durante varios días la persiguieron por todos lados, amenazándola. Su vida corría peligro y la decisión fue inevitable. Isabel se tuvo que ir del país. Vive en Europa desde hace varios años, trabaja duro. No puede regresar a su barrio y ver a su familia. Lo que gana no alcanza para que su mamá vaya a visitarla. Cándida la extraña todos los días.

Carmen María vive en un barrio marginal de Choloma. Cuenta que ese barrio está lleno de jóvenes, hombres y mujeres; todos viven en condiciones difíciles y las oportunidades de inserción social y económica son mínimas. Una mara controla la vida del barrio y sus habitantes. Ellos deciden quien entra y sale, que negocios se pueden instalar, que tipo de servicios de transporte se pueden brindar, cobrar peaje y funcionan como una autoridad. La gente del barrio les tiene miedo y generalmente aceptan sus condiciones.

Muchas jóvenes del barrio cuando crecen un poco van al mercado de la localidad a buscar trabajo. Las que tienen suerte se colocan como dependientas en las tiendas. Los pandilleros acostumbran a deambular en los alrededores y cuando ven a una joven que les gusta, se acercan, las persiguen, las acosa e intimidan hasta que acceden a convertirse en sus novias. Muchas de ellas terminan aceptando por temor. Las que se han atrevido a rechazarlos sufrieron abusos sexuales, violaciones colectivas, agresiones físicas y agresiones a sus familias. Algunas de ellas lograron escapar y han huido a otros países. La mayoría ha tenido menos suerte y se han visto obligadas a convertirse en las novias o las parejas de los mareros.

El consentimiento forzado, si así le podemos llamar, no las ha salvado. Justo al lado de la humilde vivienda de Carmen María vive una de esas parejas. Las agresiones físicas y la violencia psicológica son cosa de todos los días. La joven se convirtió en madre adolescente y su pequeño hijo se encuentra expuesto a esas y otras expresiones de violencia. No puede trabajar, su pareja es adicto a las drogas y al alcohol, y muchas veces ella tiene que salir a buscarlo. Eso sí, ninguno de los dos puede desobedecer las órdenes de la pandilla. El estado de sumisión es tal que la joven no puede ni conversar con Carmen María y desde el otro lado de la cerca, ella ve con ojos de horror el infierno en el que vive la joven sin poder hacer nada. Ayudarla es exponer su vida, la de su familia y la de la propia joven.

Así lo han relatado a Expediente Abierto, una instancia con fines académicos que junto al Open Society, realiza en Honduras una investigación sobre los entornos que rodean la violencia y los crímenes contra las mujeres.

Para el caso, la historia de Suyapa, otra de las víctimas, es contada por otras personas, pues ella tuvo que huir de Honduras y se encuentra en otro país, escondida con otra identidad. La gente la ve y nadie sabe de la pesadilla que escapó. Ella vivía en un barrio pobre de San Pedro Sula y era una joven adolescente que hacía planes para su vida futura. Una muchacha normal que iba a clases todos los días hasta que un grupo de mareros comenzó a instalarse todos los días en una de las esquinas del barrio por donde pasaba para llegar a su casa.

Uno de ellos se fijó en ella y comenzó a enamorarla. Cuando accedió a convertirse en su novia no sabía lo que le esperaba. Poco tiempo después eran pareja y comenzó a frecuentar las actividades de la mara. Iban a fiestas donde se bebía licor y se consumían drogas. Una noche, los “jefes” le ordenaron a su pareja dar una muestra de lealtad. Tenía que permitir una violación colectiva. Suyapa no pudo hacer nada y el ritual se repitió en numerosas ocasiones.

Poco a poco se fue adaptando a la violencia y la vida de la pandilla. Tuvo dos hijos que iban creciendo entre esa vida y las dificultades del barrio. Pasaron varios años y su relación de pareja se mantenía estable a pesar de todo. El resto de la pandilla confiaba en ella. En su presencia planificaban secuestros, extorsiones, robos, otras actividades delictivas y agresiones a otros pandilleros. En algunos casos se convirtió incluso en colaboradora.

Un día pensó que no quería seguir viviendo esa vida. Miró todas las posibilidades y no, no había escapatoria. ¿Quién la iba a ayudar?, ¿la policía?, ¿el Ministerio Público?, ¿sus vecinos?, ¿la iglesia? Para todos, ella era una pandillera más, cómplice de delitos terribles. Si los pandilleros se enteraban de sus planes, tenía la muerte asegurada. La salida fue audaz.

Poco a poco fue reuniendo una cantidad de dinero, cuando tenía suficiente para ella y sus hijos, buscó a una persona de su barrio y le contó que se quería ir. No fue fácil, la persona a la que se acercó no le creía, tenía dudas y en algún momento pensó en avisar a la policía. Finalmente accedió a ayudarla. Suyapa pasó varios días escondiendo sus planes, tenía que conseguir documentos falsos, organizar el traslado y, sobre todo, tener cuidado que no la descubrieran. Cuando ya todo estaba listo, un día, en un momento de descuido, tomó el dinero, a sus hijos y se largó. Llegó a su destino sin certezas. Ahora vive como una persona normal. Como si nunca hubiera vivido en el infierno.

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